miércoles, 26 de junio de 2013

Cuento sobre Ran Lahav

Leah se acomoda en una de las sillas, que hay alrededor de la mesa más próxima a los ventanales. La cafetería tiene forma de cubo acristalado, es fácil  contemplar los pájaros, que están apoyados en las ramas de los árboles, con solo levantar un poco la cabeza. Observa a los transeúntes que van y vienen por la avenida, repleta de rosales, arbustos, palmeras de tronco  tan pelado, que parecen un puzzle. Es un lugar privilegiado, un sitio donde quedan con frecuencia los amigos para tomar un café mientras charlan.
 Ha quedado con su amigo, Ran Lahav, que aprovecha para visitar España cuando vuelve cada año desde Michigan hasta Haifa, donde imparte clases en la universidad durante seis meses al año. Es muy apreciado en el campo de la filosofía aplicada.
  Está relajada, tiene un codo sobre la mesa y sus manos forman un arco con los dedos, que descansan entre la frente y la mejilla.
Observa la puerta de entrada por donde aparecerá Ran, pero en lugar de él, entra un hombre con apariencia de mendigo; el camarero se adelanta impidiendo la entrada al desconocido, y pone su cuerpo a modo de puerta, impidiéndole entrar.
Decide actuar, así que, levanta un brazo y hace una señal al camarero para que se acerque hacia la mesa que ocupa.
-Dígame, señora
-Deje pasar al hombre, quiero invitarlo.
-¡Señora!
-Hágame caso, por favor, quiero invitarlo.
El camarero percibe que habla en serio, y le invita a pasar. Leah se levanta y extiende la mano al desconocido.
-Me llamo Leah, he observado que no le dejaban pasar.
- Jorge. -Dijo a la misma vez que estrechaban las manos.
-¿Le apetece sentarse a mi mesa?  Podemos hablar, si quiere, mientras tomamos algo.
Lo observó, cómo quien desea hacer un registro minucioso: El pelo negro y rizado cubría las orejas, le caía casi hasta la mitad  del cuello, sobre la frente algunos rizos comenzaban a humedecerse por las gotas de sudor, que resbalaban por la cara. La piel muy sana, las manos limpias y cuidadas, los dientes blancos.
No, no es la apariencia de un vagabundo -pensó, mientras seguía observándolo-
faltaba un botón de la camisa, intentaba aproximar ambas partes con los dedos, para evitar que parte del vello abdominal saliera a la luz. Las zapatillas de deporte, de un color indefinido ahora, pregonaban que en tiempos mejores fueron blancas.
Gracias, por su invitación, me apetece hablar un rato con alguien, en la situación que me encuentro no es fácil que eso ocurra.
- ¿Qué le apetece beber?
- Una cerveza, bien fría, por favor. ¡Hace tanto calor!
  Llamó al camarero, que estaba un tanto sorprendido, y le hizo el pedido.
- ¿Cómo ha llegado a esta situación?
- Cerraron la empresa, donde trabajaba, y solo me ha quedado una paga de trescientos euros al mes, apenas me da para pagar una habitación, algún bocadillo y poco más.
- Y ¿Solo come eso?
-Ehhh... bueno...
Leah notó cierto nerviosismo en la respuesta, pero no le dio importancia.
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-Jorge, llega un amigo, al que estaba esperando pero, no te vayas, puedes quedarte y charlamos un rato más los tres.
Se levantó para recibir a Ran, el desconocido también lo hizo. Los dos hombres sonrieron a la misma vez que se abrazaban.
-¿Qué es esto?  ¿Me estáis tomando el pelo? -Leah no podía creer lo que estaba sucediendo.
-Aprovecho mi paso por España para rodar un documental, en el que explico a mis alumnos que no basta con lo que vemos, que es necesario hacerse preguntas, aunque no obtengamos respuestas inmediatas. ¿Te has hecho tu alguna? -Le preguntó Ran-
-Estaba empezando a  sospechar de Jorge. Me extrañaba la apariencia de mendigo en un cuerpo cuidado y sano.
El camarero, los miraba, incrédulo. Leah se volvió hacia el y le dijo: La próxima vez, hágase preguntas, en ellas está la respuesta, y los tres salieron en dirección a la calle.



lunes, 8 de abril de 2013

La ruta de la seda

Decidido, iré tras los pasos de Gengis Khan, de Tamerlán: Visitaré Samarkanda, Bujara, Khiva...

Soy la única mujer que viaja sola, el resto del grupo, diez personas, lo hacen acompañados de sus parejas, amigos o amigas pero pronto hago amistad con dos madrileñas que viajan juntas. Las tres nos sentimos a gusto desde el primer momento.

En realidad, un amigo se había ofrecido a venir conmigo ante la extrañeza por su parte de mi decisión, costase lo que costase,  de ir a ese remoto lugar. Hizo las diligencias para acompañarme, pero al final su chica había programado ya otro viaje. Donde hay amores no mandan amistades.

 Fue lo mejor que me podía pasar, quería estar sola, evadirme, huir ¿Pero de quién? No me daba cuenta, no quería dármela, de que mi huida no tenía ningún sentido. Huía  de mi misma, de mis pensamientos, de la manera en  la que estaban ocurriendo cosas muy nuevas en mi vida, tan nuevas, que eran desconocidas y me superaban. No sabía cómo manejar la situación, dejaría pasar el tiempo y que éste hiciese su trabajo, deseaba que cayera sobre mi cómo una ducha purificante, que arrastrase mis dudas llevándolas tan lejos como alcanzaran las aguas en busca del río, del mar, o que se las tragase la tierra.

Samarkanda, me gusta ese nombre es muy sonoro, quizá porque contiene muchas aes. Se llega desde Bujhara después de un largo viaje en autobús atravesando el desierto de Kara-Kun, arenas rojas, arenas negras y polvo, mucho polvo en sus caminos que contrastan con el verdor, casi lujuriante, de las grandes avenidas , heredadas de la antigua URRSS, y parques repletos de frondosos árboles bajo los cuales puedes ver grupos de hombres jugando al taule, subidos en una especie de sofá  sin cabecero, solo dos soportes, a derecha e izquierda semejantes a los de una cama, una alfombra lo cubre sirviendo de escaso colchón sobre el que se sientan en cuclillas, la mayoría de las veces, otras en la postura de Buda.
 Tengo sensaciones que chocan entre si, a veces, la mayoría  de ellas desearía que mi amigo me hubiese acompañado para disfrutar de esta ciudad, de cada belleza que encuentras en sus necrópolis, madrasas, karavanseray . Todo es azul y verde, los eternos colores del Islam, bóvedas repletas de salmos coránicos adornan  estos edificios.
 Cierro los ojos, y me imagino al gran Tamerlán entrar a golpe de caballo por las calles y plazas de Samarkanda, repletas de vendedores, comedores al aire libre. Habría putas para la tropa, putísimas refinadas, envueltas en seda de la China, para los capitanes y para Tamerlán el pueblo entero: Soldados, gente civil, poetas, pintores, ebanistas...Todos a disposición del gran caudillo de la planicie centroasiática. Ahora estoy en medio de toda esta historia  y en medio de la espectacular plaza de Registan  abarrotada de gente: Familias enteras, ancianos charlando y muchos jóvenes, estos días son festivos y todo el mundo viste sus mejores ropas. De entre la multitud que está encantada con que le hagamos fotos, un grupo de estudiantes nos hacen preguntas unos en inglés y otros en castellano y, de repente, se planta delante de mi uno de ellos, Ibrahin que toma mi mano y escribe su nombre en mi muñeca. Quiere que le escriba el mio en la suya, me da las gracias y de repente me lanza una frase que me dejó sorprendida, ¡Madame, beautiful madame! Lo novedoso siempre atrae a los jóvenes , y nosotros éramos esa novedad.

Te echo de menos, te recuerdo en cada cosa que miran mis ojos.  pensaba que este viaje me serviría para ir olvidando,  pero no ocurre eso; vienen a mi mente los ratos que hemos pasado juntos, ahora en estos momentos estoy recordando la frase de Hassan Sabbah: Nada es verdad, todo está permitido... Recuerdo muy bien cuando me la dijiste. Estas tierras me traen a la memoria que por aquí anduvo y no muy lejos tenía su fortaleza, desde donde dirigía sus ataques.
 Me he creído esa frase para tranquilizarme, haciéndome creer a mi misma que todo está permitido.

Estamos muy cansados, hay tantas cosas hermosas y desconocidas, que aun están por ver ,así que, decidimos hacer una parada que nos sirva para recuperar fuerza y respiro. Pido un té y me tumbo a la larga sobre uno de esos sofás que puedes encontrar en cualquier sitio público, cierro los ojos y no recuerdo nada hasta que me despiertan para continuar la marcha hacia otro lugar. El té se había enfriado pero, aun así, lo bebo de dos sorbos.
Seguimos el viaje por otras ciudades, pueblos, aldeas perdidas en esta planicie desértica, el polvo de los caminos se ha ido acumulando en mis botas, que tienen adherido el de otros lugares. No me gusta limpiarlas, las guardo como están, al volver a casa disfruto, sabiendo que contienen restos de cuatro continentes, esto me sugiere que una parte del mundo está conmigo. Me produce cierto apego, quiero pensar que me llevarán de vuelta al sitio que les indique, cómo la alfombra voladora de Aladino. La magia llega cuando la invocas.

Es el momento de finalizar el viaje, y comienzan las despedidas, algunos quedamos en comunicarnos para una nueva experiencia, intercambiamos nuestras direcciones y comentamos algo sobre esa tierra con tanta historia,  que daría para repetir.
 Las chicas de Madrid tienen en proyecto un viaje a Etiopía, eso me pone los dientes largos.
 Aterrizamos en Estambul, unos tomaran vuelo a su lugar de origen, otros se quedaran algunos días para disfrutar de la ciudad ¡Qué contraste con Samarkanda, la silenciosa! El aeropuerto es un cáos, pero me resultó fácil encontrar la zona de transito a Madrid cuando estuve a salvo del bullicio, busqué donde tomar un café, en uno de esos enormes vasos de cartón,  que te sirven en los aeropuertos de todo el mundo, por lo menos encontré mesa y silla para poner en orden mis cosas, lo primero consultar si tenía algún mensaje, y, si, había unos cuantos. Uno de ellos muy especial, era de mi hijo pequeño y decía: Soy padre.

Estambul, mayo 2010.